Don Juan by Gonzalo Torrente Ballester

Don Juan by Gonzalo Torrente Ballester

autor:Gonzalo Torrente Ballester [Torrente Ballester, Gonzalo]
La lengua: spa
Format: epub
Tags: Novela, Drama, Humor
editor: ePubLibre
publicado: 1963-01-01T05:00:00+00:00


5.

Estaba caliente la mañana, y clara, y la gente pasaba sin darse prisa, cobijaba en las sombras. Llegué cerca de la catedral. En el patio de los naranjos, un corro de mendigos y de hampones escuchaba las mentiras de un militar lisiado. El corro se deshizo al verme, y me pidieron limosna. Arrojé al aire un puñado de escudos. Desde la puerta vi los puñetazos que se daban al disputárselos. Aquello no me gustó, y lamenté no haberlos repartido cortésmente.

Entré en la catedral. Decían misa en una capilla, y me acerqué. Delante del altar, en candelabros de hierro, lucían muchos cirios, enteros o casi consumidos: me quedé un rato mirándolos, porque me gustaba su resplandor. De pronto, me di cuenta de que unas mujeres que habían vuelto la cabeza para mirarme, se levantaban y se acercaban. Me arrimé a una columna, simulé atención a la misa; ellas llegaron, se detuvieron y quedaron ante mí como bobas o embelesadas. Tuve que preguntarles, con voz respetuosa, si tenía monos en la cara. Ellas, entonces, se santiguaron y huyeron. Eran dos: una, de edad madura, pero todavía hermosa: la otra, joven y linda. Se perdieron en el fondo de la iglesia. Su santiguada me dejó perplejo. ¿Qué habían visto en mí, o qué habían sentido?

No sabía a ciencia cierta por qué había entrado en la catedral. Barruntaba que mi aventura tenía allí estación, pero sin saber cuál. Busqué un rincón, y me senté. Pasó un cura revestido, al que precedían los campanillazos que daba un monaguillo. Iban detrás, en procesión, mujeres enlutadas. Me refugié en las sombras. Se alejó el monaguillo con su campana, y quedé envuelto en un silencio rodeado de rumores. Entonces, pude pensar.

Mejor dicho, recordar. Traje a mi mente las imágenes del sueño, que no me habían abandonado, que habían hasta entonces rondado por el límite de mí conciencia. Las repasé, escuché de nuevo mis palabras, y recordé también la conversación con Leporello. Todo aquello podía considerarse como episodio involuntario ante el que ahora, con sosiego y corazón frío, tenía que determinarme. Como resultado de una noche de juerga —la primera— no parecía normal, menos aún acostumbrado. Supongo que otros muchachos en mi situación harían, como yo estaba haciendo, examen de conciencia.

O bien que les durase el entusiasmo, y volvieran a pecar al recrearse en el recuerdo. Yo recordé también a Mariana —¿cómo no?—, pero solo como dato o punto de partida.

Deseaba mantener tranquilo el ánimo, y lo alcancé. Ni renació el entusiasmo de la carne, ni sombra de arrepentimiento conmovió mi corazón. Dios conocía mi propósito, y colaboraba conmigo. Mi voluntad y mi entendimiento podían obrar imparcialmente. Di a Dios las gracias.

A partir de este momento, sin embargo, empezó en mi interior la lucha. Se me ocurrió que, al apartarme de Dios, caía de la parte del demonio, y esto me inquietó. Jamás he sentido por Satanás la menor simpatía. Lo encuentro innoble y sucio. Me repugna, sobre todo, su falsedad. Evidentemente, el diablo no es un caballero, a pesar de su elevada alcurnia.



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